Los sentimientos pueden ser profundos pero también perfectamente superficiales

“No tienes ni un poquito de empatía”, esta es en nuestros tiempos una frase muy potente a la hora de calificar a una persona. Frase que rápidamente ya ha desplazado a las clásicas: “No conoces la misericordia” o “Tu corazón es de piedra”. Esta nueva afirmación, que toma como punto central a la empatía, cuenta además con un alcance ya no solo ético sino psicológico e incluso neurocientífico. ¿Acaso ya no están disponibles al público los estudios comparativos desarrollados a partir de las tomografías realizadas a autistas, psicópatas, esquizoides y al ser humano corriente? ¿Ya ves? La ciencia lo dice: tu actividad cerebral confirma que no posees empatía, al menos en este contexto especifico que utilizo para juzgarte.


Empezaré estableciendo la diferencia conceptual entre la palabra “condición” y la palabra “trastorno”.

Condición: Naturaleza o conjunto de características propias y definitorias de un ser o de un conjunto de seres.

Trastorno: Cambio o alteración que se produce en la esencia o las características permanentes que conforman una cosa o en el desarrollo normal de un proceso. Alteración en el funcionamiento de un organismo o de una parte de él o en el equilibrio psíquico o mental de una persona.

La condición es una y el trastorno es otro. La condición abarca a los trastornos y a los no trastornos. Toda condición no es un trastorno, pero todo trastorno es una condición. Por ejemplo, la condición humana en sí no es un trastorno —o al menos eso espero—. ¿Cuáles son entonces los requisitos que ha de presentar una determinada condición para ser considerada como trastorno?

La nueva biblia de la condición humana ya no es un texto religioso o filosófico sino El Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM por sus siglas en inglés) y sus preceptos son tomados como leyes con la autoridad suprema para dilucidar que condición debe ser tomada como trastorno o no. Como toda ley humana (asimismo se da en el Derecho) estos preceptos son perfectibles y esto se deja en evidencia cuando cada año nuevos trastornos se van añadiendo al DSM, mientras que otros se van retirando o corrigiéndose en la lista de los criterios tomados en cuenta para su diagnóstico. Luego está el asunto de la colusión entre la psiquiatría y la industria farmacéutica debido a los intereses económicos, aunque ese es otro tema aparte.

Me llaman bastante la atención ciertas condiciones consideradas como trastornos cuyo único inconveniente es que los sujetos que las presentan no perciben emocional/mentalmente su realidad del mismo modo en que lo hace la mayor parte de la humanidad. Y a lo mejor ellos no tendrían ningún problema ni conflicto si es que no tuvieran que interactuar con esta mayoría. Una mayoría que construye una realidad colectiva como un océano predecible en el que sus integrantes se mueven como en un cardumen; todos siguiendo el mismo rumbo. El rumbo seguro de esta realidad conocida que les infunde seguridad y que, por consiguiente, no es habitual que ellos se detengan a cuestionarle sus bases.

Lo especial de aquellos que nunca formaron parte de este cardumen es que por supuesto no tomaron la decisión consciente de abandonarlo. No es que un día despertaron la conciencia luego de una revelación y procedieron a renegar del sistema. A ellos no les impulsa ni la rebeldía ni el afán de justicia. La realidad del cardumen les es por completa ajena desde siempre, desde su nacimiento mismo. Ellos, los que sobrepasan cuestiones de ego y de políticas o ideologías, son por completo inocentes de lo grave de sus “pecados”. Porque ahora ni el sentimiento ni el deseo son juzgados como pecados; más bien son celebrados o tolerados por bajos que sean mientras entren en la categoría de lo legal. Actualmente el pecado, es decir la aberración o trastorno, es no compartir los deseos y sentimientos que los miembros del cardumen suponen universales.

Puesto que la ausencia no puede ser juzgada como moral ni inmoral no tendría justificación válida su condena. ¿Entonces por qué escandalizan este tipo de personas?

Será porque cuando los del cardumen y los de fuera del cardumen se encuentran por casualidad o por obligación, se hace evidente la desconexión. Esta incompatibilidad entre sus realidades más allá de dificultar la comunicación, va aún más profundo. Hace prácticamente imposible lo que conocemos como empatía. Encontré varias definiciones de la palabra “empatía” y estas son las que creo mejores.

Empatía:

Participación afectiva de una persona en una realidad ajena a ella, generalmente en los sentimientos de otra persona.

Es la capacidad cognitiva de percibir (en un contexto común) lo que otro ser puede sentir.
La empatía es la intención de comprender los sentimientos y emociones, intentando experimentar de forma objetiva y racional lo que siente otro individuo. La palabra empatía es de origen griego “empátheia” que significa “emocionado”.

Luego se reconocen dos tipos de empatía: la cognitiva y la afectiva.

Empatía afectiva, también llamada: empatía emocional: la capacidad de responder con un sentimiento adecuado a los estados mentales de otro. Se supone que nuestra capacidad de empatía emotiva se basa en el contagio emotivo, la afectación por el estado emotivo o de excitación del otro.

Empatía cognitiva, la capacidad de comprender el punto de vista o estado mental de otro/a (supuestos-suposiciones mentales), de intuir lo que está pensando.

De ambos tipos de empatía la que cuenta con más relevancia en nuestros tiempos es la empatía afectiva. Grandes ejemplos de lo importante que es demostrar esta clase de empatía, son las siguientes frases repetidas una y otra vez en los titulares de la prensa que cubren noticias sobre atentados, desastres naturales y demás cuestiones por el estilo:

“Condeno totalmente y muestro mi más profundo repudio hacia los eventos acaecidos en…”, “Mi corazón está destrozado, mi compasión y dolor están con todas las víctimas. Rezaré por ellos…”

Como podrán apreciar, es muy importante dejar en claro que hemos reaccionado con una respuesta emocional intensa ante aquella situación, porque para la mayoría de nosotros la importancia que le brindemos, y por lo tanto las acciones que tomemos con posterioridad, están directamente correlacionadas con la medida del impacto que nos haya causado la noticia. La mayoría de nosotros somos o hemos sido sensacionalistas. Los medios de comunicación lo saben perfectamente y se aprovechan de ello.

Sin embargo, si tales situaciones son el pan de cada día, es de esperarse que no obtengamos la misma respuesta apasionada de cuando era novedad y que por eso, tarde o temprano, nos insensibilicemos. Y cuando algo no logra tocarnos el corazón, cuando no nos brinda el placer de la emoción, entonces no merece espacio en nuestras preocupaciones. Pero a la vez no podemos dejar de ser conscientes de que hechos de esta naturaleza tienen que importarnos. No queremos ser vistos como gente sin sentimientos. Por eso debemos manifestar de algún modo al resto de personas, aunque sea de la boca para afuera, aunque sea mentira, que nos sentimos afectados.


Irónicamente las frases más profundas, cuando los líderes mundiales y la gente en las redes sociales las repiten tan a menudo, pueden convertirse en un mensaje vacío. Mediante la repetición cotidiana el significado del mensaje se hace cada vez más ligero hasta desvanecerse, hasta convertirse si no es que, en mera etiqueta social, en una fórmula segura para estar en la onda o en una marca registrada.

Da la impresión de que el sujeto común de veras cree que solo basta demostrar un estado de ánimo para finiquitar el asunto. No nos detenemos a pensar que los sentimientos también pueden ser perfectamente superficiales sino se complementan con razones o con acciones. Así de subjetivos y hasta interesados pueden ser nuestros sentimientos hacia los demás. Esta es la ironía de la experiencia emotiva.

La crítica anterior no desmerece el papel significativo de la empatía afectiva en las relaciones humanas. Pero prácticamente como casi toda cuestión en la vida, esta también presenta sus desventajas y no hay nada malo con indicarlas de vez en cuando.

En el caso más afortunado, este tipo de empatía es la que nos brinda el acceso a aquella experiencia llamada intimidad. A la sensación de conexión establecida entre dos personas que derriban las barreras del “yo” y al menos por instantes viven la ilusión de ser uno con el otro, de verse uno en el espejo del otro. 

La encargada de arraigar simpatías que posteriormente derivarán en amistades e inclusive romances (al menos para los mortales que puedan experimentar estos sentimientos). Quizás nadie (o muy pocos) serían capaces de afirmar que encontraron a su “alma gemela” sin la intervención de la empatía emocional. Y, para la mayoría de nosotros, las experiencias más gratas que podemos guardar en nuestras memorias suelen incluir a la conexión con el otro como elemento esencial.

Para establecer esa conexión y generar la simpatía e identificación es imprescindible compartir la realidad del otro como expliqué anteriormente con la metáfora del cardumen. De lo contario, se produce la desconexión y como la realidad mayoritaria es la encargada de establecer el concepto de normalidad, los que estén fuera de ella podrían ser, consciente o inconscientemente, empujados a la exclusión. 

La gran parte de los seres humanos son así: desprecian o temen a lo que escapa de la normalidad. Eso sucede cuando reducimos todo a nuestro sentir, a nuestras memorias emotivas producto de la experiencia personal y si este sentir es el general automáticamente nos consideramos reafirmados y concluimos que no puede existir nada más allá y sí existe entonces no es sano porque es anormal.

La normalidad es lo más común, es decir lo que más abunda y por eso ella marca la pauta de lo que llamamos en esta civilización lo saludable. Si este modelo de mente es el más frecuente, suponemos que debe ser el más exitoso; es decir, el mejor. Entonces tal modelo perfecto no debería presentar desventaja ninguna. Porque se presupone que es el mejor, ¿no es cierto? Tendría que ser cero fallas y por supuesto sabemos que eso es completamente falso. 

Sin embargo, la mayoría de la comunidad científica insiste en que los demás modelos cerebrales diferentes son inferiores, es decir que los demás tipos de percepciones de conciencia son defectuosos (si no es de fábrica hay que buscar cuándo se estropearon y hacer todo lo posible por arreglarlos) y que deben adecuarse al modelo de mente común para ser considerados como sanos. ¿Pero por qué tendría que ser precisamente así en todos los casos?

No niego que condiciones de la mente como la psicosis y las obsesiones compulsivas son bastante dañinas para uno mismo y para los otros. Una de las experiencias humanas más horribles que puede existir es aquella en la que una misteriosa fuerza se apodera de tu voluntad y te tortura constantemente con pensamientos intrusivos que no te dejan en paz. ¿Pero qué hay de aquellas condiciones de la mente en las cuales el único problema (o sería mejor decir pecado social) que presenta el individuo es ser “rarito”?

Allí están las personas dentro del espectro autista que no llegan al autismo profundo, también tenemos a los esquizoides y los alexitímicos. En estos grupos son dos las perspectivas que causan más desconcierto. 

Por una parte, están los que no perciben, en ellos mismos o en los otros, emociones. O sería más preciso decir: los que no conceptualizan sus respuestas físicas con una etiqueta mental o los que no saben leer la mirada de las otras personas atribuyéndoles intenciones. Por otra parte, se hallan los que sí perciben emociones fruto de una educación sentimental que ellos mismos se procuraron, pero justamente no comparten los mismos deseos o pasiones que la humanidad considera esenciales y en el extremo de los casos hasta supuestas necesidades fisiológicas. Ellos pueden lograr vivir en sociedad si deciden proponérselo, pero son patologizados inevitablemente. A algunos les pesa o incómoda el diagnóstico, otros sienten alivio y se apoyan en este para poder excusarse y demostrar que no están siendo ásperos o fríos a propósito, otros ven a su condición desde un lado positivo (una debilidad y preocupación menos) y a otros saberlo sencillamente les es indiferente.

Reconozco que puedo ser una criatura bastante emocional y por eso mismo confesaré, que, si me cruzaba con un alexitímico hace solo un año y medio atrás (cuando todavía era una ignorante sin muchas luces sobre la condición humana), mi reacción hubiera sido de puro desconcierto. No de desprecio, pero sí de hasta cierto temor. Seguiría viviendo en la oscuridad si es que no descubría que soy asexual y que esa era la razón por la cual no comprendía el caos y la irracionalidad del mundo a mi alrededor. Después conocería a los arrománticos y gracias a ellos lograría una mejor comprensión de lo que constituye el amor humano. Somos los asexuales y los arrománticos en ocasiones considerados como antinaturales e inhumanos por no poseer ni comprender una o ninguna de las principales pasiones que las personas consideran pilares no solo de su vida, sino de la humanidad misma.

Observé como se volvía a repetir la historia cuando la prensa reveló que la comunidad científica había descubierto la existencia de los amúsicos (personas que no presentan respuestas emocionales a la música) y de inmediato procedieron a patologizarlos porque no les cabía en la cabeza que a cierto sector de gente simplemente no les entretuviera la música.

"Tras realizar un cuestionario a 2.000 personas, descubrimos que había distintos aspectos por los que gusta la música. A unas personas les genera placer porque les emocionaba, a otras porque les hace bailar, otras la vinculan con temas sociales... Pero lo que nos llamó la atención fue que algunos participantes decían que les resultaba indiferente, pero sí sentían placer con otras cosas como las caricias o la comida", explica Marco-Pallarés.

Aunque un trastorno podría estar detrás de este hecho, la amusia, es decir, que tuvieran una alteración que les inhabilitara para reconocer tonos o notas musicales, decidieron estudiarlo más profundamente. "La amusia se da en el 2%-3% de la población, hay estudios que hablan de un 5%. Pero no sabíamos si efectivamente eran amúsicos o tenían depresión u otro problema que interfiriera en la generación de placer", señala.

Anhedonia musical, la llamaron. Otra vez cometemos el error de proyectar nuestros sentimientos en otros para medirlos según lo que indica nuestra escala personal. Los sentimientos son subjetivos y no es posible realizar un juicio objetivo partiendo desde la subjetividad. Si así fuera, supongamos que a mí no me gustase el color azul, es decir que no asocio respuestas emocionales con este color, entonces podría afirmar que sufro de anhedonia azular.

Podría estar perfectamente sin escuchar música durante días y ni siquiera darme cuenta de ello. No entiendo de todos modos porque alguien que no tenga ese interés tendría que parecer algo tan fuera de este mundo.

A mí me agrada la música y la disfruto, raras veces al punto de sentir el impulso de bailar, pero lo hago a mi modo. La música desde el punto de vista sentimental me ha brindado muy bellos momentos. Hay distintas formas de percibir la música y el disfrute emotivo es solo un juicio de percepción que tu inconsciente puede emitir o no. Muchas veces este gusto parte más de las atribuciones mentales que imprimimos en la pieza más que de las características propias de la pieza en sí. La apreciación musical es algo que requiere de más conocimiento y dedicación. Apreciar a la música por la ejecución virtuosa de esta, es otro tipo de experiencia superior y enriquecedora, a la cual me encantaría poder acceder alguna vez en mi vida, pero no puedo. 

Yo, como la mayoría de mortales que disfrutamos de la música pero que no desarrollamos talento musical alguno, recordamos melodías porque en nuestro inconsciente están asociadas a experiencias emotivas que nos evocan recuerdos y estados de ánimo. Una cosa es reconocer fragmentos de melodías por poseer valor sentimental para nosotros y otro caso diferente es discernir, diferenciar tonos y notas, además ser de capaz de reproducirlos y hasta de crear música. Hay personas que poseen la capacidad de apreciar música y posteriormente disfrutar de ella como consecuencia.

Las experiencias y las cosas por si mismas no poseen ningún sentido emocional intrínseco, somos nosotros los que brindamos la carga emocional a aquella experiencia o cosa a través de nuestra interpretación personal. La música no posee un sentido inherente de placer ni tampoco de disgusto. Es más, ni siquiera el sexo posee un sentido intrínseco de placer por sí mismo, y ni siquiera la comida lo posee sin el juicio humano.

Un amúsico es una persona que nunca en su vida proyectó sus emociones en la música y eso es todo. Su percepción musical no depende de su estado de ánimo actual. Es y seguirá siendo amúsico estando deprimido, estando enojado, estando alegre o estando apático.

Quizás algún día el amúsico deje de ser amúsico y no porque se haya curado, puesto que no es en sentido estricto una enfermedad (no es mortal y si toda la vida fuiste amúsico y no te causa preocupación, pues es más bien una característica personal), sino porque inconscientemente o conscientemente decidió motivarse con la música. Así como puede ser que, en la mayoría de los casos, nunca lo haga. Si toma la decisión de aprender a disfrutar de la música sería más factible que lo hiciera por vía intelectual aprendiendo a leer, escribir o a tocar música, ya que la vía de la reacción a la primera impresión no le funciona.

La actividad cerebral solo demuestra que algo te motiva o no. La actividad cerebral hacia un estímulo especifico es producto de una percepción especifica de la conciencia y no al revés. No es tu cerebro materia que te obliga a percibir la realidad de un único modo predeterminado e invariable, sino que lo hacemos de manera inconsciente nosotros mismos. Quien ejecuta la acción es una entidad que podríamos llamar “alma” y a la que solo tenemos acceso, y por lo tanto control, mediante el autoconocimiento.

Por lo tanto, no es un problema de “cableado” (porque solo realizas las conexiones y desatas la actividad cerebral cuando tú, así sea de manera inconsciente, lo consideras necesario), sino una forma diferente de percibir y de juzgar la realidad. Eso explica la gran variedad de percepciones humanas. Percepciones divergentes, que en su mayoría quedan relegadas o son consideradas como fenómenos o patologías. Restándoles el valor crucial que podrían aportarnos para armar este gran rompecabezas que es la conciencia humana.


La mayor parte de la gente no se detiene a reflexionar sobre la naturaleza de sus sentimientos. Solo los sienten y exigen que los respeten y nos los pongan en tela de juicio. Incluso, los más acérrimos partidarios de esta visión consideran que todo argumento por más racional y fundamentado que sea si choca con un sentimiento es ofensivo y vil. ¿Pero por qué la razón tendría que envilecer a la pasión? ¿Acaso pensamiento y sentimiento no están en realidad estrechamente ligados en la concepción de la realidad personal? Cómo piensas, sientes. He ahí una gran verdad humana ya comprobada en los últimos tiempos por la ciencia y ya hace bastante tiempo atrás por la filosofía de Oriente. No, de ninguna forma el pensamiento envilece al sentimiento. Al contrario: lo enriquece. Le brinda al sentimiento la oportunidad de descubrir más matices que hasta entonces habían pasado desapercibidos al ser opacados por una única emoción. Es así que se abre un nuevo mundo y se adquiere un conocimiento que va más allá de la lógica y la pasión convencional.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Diligere y amare: Amor de de Benevolencia y Amor de Concupiscencia

Algunas diferencias entre el Jean Baptiste Grenouille de la novela y el de la película

El desnudo artístico en un mundo asexual