¿Ultraviolencia?

La primera vez que leí La Naranja Mecánica quedé fascinada por su seductora violencia; impactada por su cruda sinceridad; conmocionada en ocasiones casi aterrada por la brutalidad regocijante con la que Alex describía sus actos contra el prójimo y la sociedad; y sin embargo terminé admirándolo inevitablemente porque él era para mi la personificación de la verdadera libertad. Hacía lo que hacía simplemente porque le gustaba, lo disfrutaba y nada más le importaba. Se dejaba llevar por sus instintos malignos, se atrevía a cometer lo que otros reprimían en lo más profundo de su ser restringidos por la moral y la ley, rompía las reglas cada vez que podía sin el mínimo remordimiento. En resumen era un héroe de la rebeldía y me inspiraba.

 

Recuerdo como si hubiera sido ayer que Carlos Escobar me la prestó en el intercambio de novelas que el colegio realizó conmemorando el Día del Libro. Cuando tuve a La Naranja Mecánica entre mis manos mi mente fue sacudida por el recuerdo de tan curioso título. De algún magacín de cine que había visto por la televisión en mis recientes años de infancia conservaba claramente la imagen de un muchacho amarrado a una macabra silla llena de correas, de cables, medidores y otros extraños instrumentos que lo mantenían inmóvil. Sus ojos permanecían abiertos a la fuerza. Los párpados sostenidos por unas especies de pinzas que evitaba que los cerrase, la expresión de su rostro contraída en una mueca de espanto y sus pupilas reflejando ineludiblemente la luz de una película proyectada en el écran de la cual era espectador obligado.

En otra escena que una ola de de mi memoria trajo a la orilla de mis pensamientos, aparecía el mismo chico junto a unos amigos todos vestidos con ropas iguales blancas y ajustadas, llevando además como accesorios bastones y sombreros que me parecieron algún modo de burla a la elegancia. Pertenecían a una pandilla por lo visto y esta vez vagaban libres por las calles a paso triunfal. El narrador del magacín decía mientras presentaba las escenas que estas pertenecían al film La Naranja Mecánica basada en la novela del mismo nombre escrita por Anthony Burgess y que la trama en resumen giraba en torno a la violencia de la condición humana o algo por el estilo, de todas formas yo tendría unos siete años y todavía estaba demasiado pequeña para comprender el asunto a la perfección, pero aún así me interese en seguida y leer la obra y ver la película se convirtieron en tareas que me decidí a cumplir en algún cercano futuro. Y con la materialización de mi deseo bajo la forma del libro sonreí de entusiasmo guardando dentro de mi mochila mi nuevo preciado tesoro luego de antes haberle echado una buena ojeada.

 

Me obsesione, lo reconozco, me perdí en la historia. Termine de leer la novela en una semana, exprimiendo al límite el poco tiempo que me dejaba libre mi rígido horario escolar. Mis noches aburridas se tiñeron de emoción leyendo en la comodidad de mi cama, viviendo las aventuras y desventuras de Alex como si fueran propias, tomando conciencia de la hipocresía de la sociedad vista a través de sus ojos de rebelde sin aparente causa y tomando también parte indirectamente de las encarnizadas masacres de violencia pura.

Nunca antes había experimentado tanta agitación en mi espíritu, tanto poder y siendo sincera la sensación me encantó.   

La trama me envolvía por completo a tal punto que llegué a imaginarme a mi misma vestida a la última moda nadsat lista para aplicar la vieja ultraviolencia a unos cuantos molestos compañeros de clase que en verdad la necesitaban con urgencia.


Ya podía oírlos crichar con ganas retorciéndose de dolor, ya podía verlos llorosos y asustados mendigando por piedad, arrastrándose a mis pies clamando perdón y yo de pie altiva y vencedora riéndome joroschó de su desgracia, pateando con mis pesadas botas sus pobres cuerpos deshechos y bañados en sangre extendidos sobre el piso frío. Y era yo encabezando una especie de revolución iracunda en el glupo colegio, acompañada por mis tropas que eran cien chicos y chicas nadsats que compartían conmigo la misma sed de venganza. Todos nosotros repartiendo buenos tolcochos a los profesores y tutores que alguna vez habían osado importunarnos con su imposición de órdenes, sus absurdamente excesivas tareas domiciliarias y su torturante infinidad de exámenes.

Por supuesto que no olvidábamos a los queridísimos condiscípulos míos e infelices idiotas que acostumbraban fastidiar y hacer la vida imposible a los demás incluyéndome a mí. Pues ahora les había tocado el turno de sufrir, oh sí hermanitos míos, de padecer bajo mi tremendo poder. Y entre tanta agresiva algarabía ni la nueva infraestructura (en aquel entonces) se salvó. Con la gran regla de madera que utilizaba el profesor de Geometría para graficar en la pizarra, arremetí contra las ventanas golpeando los relucientes cristales azules hasta quebrarlos y volverlos añicos. Muchos de mis cómplices se unieron a la destrucción levantando en vilo carpetas y lanzándolas con violencia. Volcamos pupitres y rompimos cualquier tipo de mobiliario que encontramos a nuestro paso. Poseídos por un sentimiento peligrosamente brutal nos dirigimos a la dirección donde repetimos con mucho gusto la masacre. Finalmente y para cerrar con broche de oro nuestra heroica labor saqueamos la tienda del patio y nos devoramos los dulces y golosinas en honor a la victoria.


Hermoso, realmente hermoso sueño y me sumergí otra vez en mi ultraviolenta fantasía, fugándose mi alma de las aburridas clases de Química, mi vista paseándose sobre mis posibles víctimas. Reí internamente mientras el profesor resolvía unos ejercicios relacionados con las distribuciones y configuraciones electrónicas y solo Bogo sabe que más.

No es cierto. En la vida real no soy capaz de aplastar ni una hormiga sin que un sentimiento de compasión me impacte como un rayo. Eran puras fantasías mías que servían como entretenimiento fugaz para olvidarme de mis preocupaciones diarias. Que divertido era hacerse la chica mala en aquel entonces, poseer un alter ego al menos en mi imaginación porque en la vida real no sería capaz. En realidad, no odiaba, pero era divertido fantasear con que odiaba.

Bien, para mí “La naranja mecánica” es una novela genial. Lástima que no puedo decir lo mismo de la versión cinematográfica: una verdadera decepción. Lo siento mucho, de veras, queridos cinéfilos de estilo clásico pero creo firmemente que la película de La Naranja Mecánica está sobrevalorada.

La vi por primera vez a los catorce, unos meses después de terminar de leer el libro. Madrugué la noche anterior de mis exámenes bimestrales solamente porque me dije: "Esta es una obra maestra, vale la pena" y cuando aparecieron los créditos al final la única expresión que había quedado en mi cara y la sensación que perduraría en mi recuerdo sería la del desconcierto.

¿Qué diablos había sido eso? Me pregunté a mi misma a las 2:30 de la madrugada totalmente agotada y a unas cuantas horas de unos importantes exámenes ¿Cómo había perdido el tiempo en eso? ¿Dos horas de mi vida se habían desperdiciado para siempre? Aunque hasta ahora sigo desperdiciando el tiempo, así que en realidad no era un gran problema, pero lo que si no podía perdonar era la decepción.

Lo que vi fueran una sucesión de imágenes de estilo estrafalario sesentero con sus toques pseudo modernistas y de sexualidad despreocupada. ¿Y dónde estaba la tan ansiada violencia que describía el libro, que prometía tanto? Lo único que veía era la explotación del cuerpo desnudo de la mujer y las peleas, la agresión (la verdadera esencia de la historia) habían pasado a un segundo o hasta tercer plano. Suavizando estas escenas de una forma absolutamente patética. Sin embargo, no me atrevería a decir que es una película mala o un bodrio. No cumplió con mis expectativas, eso está más que claro.




De todas maneras, es obvio que siempre la adaptación audiovisual de una novela será irrevocablemente inferior a su original. Un libro no puede trasladarse a una película sin perder mucho o tergiversarse en el proceso. Que haya leído primero la novela de Anthony Burgess antes de ver la película de Stanley Kubrick tiene mucho que ver. El propio escritor dice en el prólogo de una de las últimas ediciones del libro que detesta la versión cinematográfica y la verdad no lo culpo. Sobre todo después de esa gran omisión, casi mutilación que hizo Kubrick del capítulo 21 en la que destruye el verdadero mensaje final cortando la posibilidad de redención de Alex, de toda esperanza que podríamos tener en la condición humana.

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