Lo que a mí me gustaba a los 21 años

A los 21 años eran tan ingenua como una niña de 11 (definitivamente más que la promedio actual) y sentimental como una doncella romántica de 16 años. Más de la mitad de aquellas cosas me siguen agradando.

A mí me gusta el sonido que hace la cucharita al disolver el azúcar en la tacita de leche o café.


Me gusta sentir la suavidad del pelaje de mi gata al acariciarla y escucharla maullar mientras lo hago.

Me gusta el olor de los libros viejos, olfatearlos, recorrerlos con la nariz.


Me gusta sentir el chocolate derretirse en mi boca.

Me gusta mirar los árboles de la Avenida Arequipa mientras voy en bus.


A veces me gusta reservar para el final un gran bocado de mi comida: arroz con el jugo del guiso, fideos en su salsa y atiborrarme olvidando mis modales de señorita. No por el placer de la gula. Difícilmente siento el gusto de la comida llegado a ese punto, sino supongo que solamente porque se me hace divertido atragantarme de vez en cuando recordando como solía hacerlo cuando era una niña.

Me gusta sentir el viento y la llovizna impactar en mi rostro, ver la neblina matutina esconder los edificios del fondo, contemplar el inmenso cielo gris sobre nosotros, esquivar los charcos de la calle, notar el vapor salir de las bocas al exhalar el aire invernal, comprobar que las flores están más coloridas que nunca después de la garúa, titiritar de frío mientras leo en la banca de un parque, ver los vidrios de las ventanas empañados por la humedad, sentir las sábanas frías en los días de invierno.


Me gusta llorar de ternura y soledad mientras escucho el Aria de la Suite No 3 de Johann Sebastian Bach.


Me gusta buscar facciones interesantes en las personas con las que me cruzo cuando camino sola por las calles.

Me gusta mirar las pestañas del primer novio de mi hermana.

Me gusta recordar las rodillas de la chica de la bufanda gris y en general toda la belleza de ella.


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