Tenía veinticuatro años cuando me obsesioné con la cuestión de la conciencia. Impulsada por una curiosidad casi maniática me sumergí de lleno en investigar por mi cuenta. Indagaba en Internet acerca de la mente inconsciente desde la perspectiva de las neurociencias, la psicología, la filosofía y hasta la teología. Como si cada disciplina fuese una posibilidad que no podía dejar pasar.
Pasaba muchas horas del día descargando textos en PDF y leyéndolos con avidez, miraba cantidad de documentales y llenaba de apuntes varias hojas de un cuaderno. Por las noches pensaba en voz alta mientras caminaba en círculos en mi habitación y finalmente, acostada antes de dormir, en silencio les daba vueltas a las ideas antes de conciliar el sueño. La Verdad, solamente quería la Verdad.
Para ser franca, con el tiempo he olvidado gran parte de los términos científicos y demás tecnicismos de esa información recolectada. Por no decir que prácticamente ya no me acuerdo de nada. Bueno, tal vez sí recuerde alguito de lo más elemental, aunque de todos modos para mí eso ya dejó de ser lo más relevante.
Me senté y comencé a escribir con desesperación en el cuaderno, con tanta prisa que por poco las palabras se hacían garabatos porque las deducciones iban más rápido que mis manos, que mis ojos y hasta que mi propia capacidad de captarlas. Lo que me llegaba ya no parecía provenir de mí, sino que me fuese dictado. Creo que en psiquiatría a esto le llamarían grafomanía. No podía detenerme: era como si mi mente fuese un río cuyo caudal, desbordado por el volumen de mis pensamientos, hubiese derribado la represa que lo contenía, y las aguas corriesen con fuerza provocando una inundación.
Y uno podría pensar que, con semejante alboroto, a lo mejor estaría gestando una teoría universal grandiosa y genial. Pero no, nada que ver. Todas mis elucubraciones se habían reducido a conceptos básicos, dispuestos en un mapa conceptual bastante simplón, con palabras que se entrecruzaban mediante flechitas: alma, cuerpo, idea, amor, sentido, sensación, yo, Dios…
Dios. El eco de esa última palabra resonó intensamente en mi ser y me invadió de pronto una angustia de muerte. Hasta entonces, jamás me había ocupado en cuestionarme en serio la existencia de Dios, en detenerme a reflexionar al respecto. Desde que tengo uso de razón, una convicción lejana e intuitiva me lo daba por hecho; pero con el paso de los años esa certeza primigenia fue quedando cubierta por otros asuntos, intereses y preocupaciones, hasta quedar relegada casi al olvido, muy al fondo de mí. Sin embargo, en aquel instante sí que me preocupaba como nunca antes en mi vida, como nunca me hubiera imaginado que me preocuparía.
Había escuchado decir que ‘el que busca, encuentra’ en lo referente a temas sobrenaturales. También esas frases de ‘si deseas algo de corazón, se hará realidad’, o algo por el estilo. Pues bien, descubrí que efectivamente es cierto: parece que la eficacia aumenta cuando se accede a estados alterados de conciencia, o mejor dicho, a estados ampliados de conciencia.
Esa noche tuve la respuesta. Quedé tan serena que me acosté en la cama y me dormí con facilidad. No recordaba un sueño tan reparador desde mi infancia.
Al día siguiente, me puse a buscar en Internet una definición para lo que había vivido. Tenía ya una sospecha de lo acontecido, y fue así como llegué a Wikipedia. Allí encontré la entrada “Éxtasis (emoción)”, de la cual copio un fragmento:
“La percepción subjetiva del tiempo, el espacio o el yo puede cambiar fuertemente o desaparecer durante el éxtasis. Por ejemplo, si uno se está concentrando en una tarea física, entonces cualquier pensamiento intelectual puede cesar. Por otro lado, hacer un viaje espiritual en trance extático implica el cese del movimiento corporal voluntario. Es entonces una experiencia de unidad de los sentidos, en la que pensar, sentir, entender e incluso hacer están armónicamente integrados.”
Al rememorar el evento, logré advertir algo que en su momento me pasó inadvertido: sí hubo un quiebre en la noción del tiempo. No sé si transcurrieron horas, cuando en realidad fueron apenas unos minutos o viceversa. No miré el reloj para confirmarlo, pero la percepción temporal resultaba como transfigurada. Sin embargo, como no era la primera vez que me ocurría, no le di demasiada importancia. Ya había vivido otra experiencia en la que el tiempo se revelaba suspendido, ajeno a cualquier medición posible. Tenía diecinueve años aquella vez, y estuve a poco de pasar por lo que llaman una experiencia cercana a la muerte. Pero esa ya es otra historia.
Aún más significativa fue la vivencia de la unicidad de las percepciones. Sí: pensamiento, sensación, sentimiento, emoción, impresión… son exactamente lo mismo en el absoluto. Mientras que en el plano de lo ordinario estas experiencias se perciben diferenciadas —como si cada una marchara por su lado, en ocasiones hasta contradiciéndose y enfrentándose entre sí—, en el plano metafísico aparecen perfectamente integradas. Por consiguiente, se comprende que ese es el estado original, el esencial. Como si, por vez primera y por fin, se pudiera entrar en contacto con la realidad de manera transparente.
Y si me atrevo a corregir el título del artículo, diría que no: el éxtasis no es una emoción. Es un medio de conocimiento que engloba la totalidad de los modos posibles de saber. En mi caso, como no estaba relacionado ni con la sexualidad —pues no siento placer sexual— ni con las drogas —que nunca he consumido— ni era el resultado de ejercicios ascéticos o métodos de meditación, solo quedaba la opción de reconocerlo como una experiencia mística espontánea.
El artículo de “Éxtasis (emoción)” me llevó al de “Iluminación (creencia)”:
“La iluminación es un concepto filosófico y espiritual que puede ser abordado desde múltiples perspectivas. En su acepción más habitual significa «adquisición de entendimiento». Así el concepto de iluminación significa el darse cuenta y reconocer la verdadera naturaleza de uno mismo y del universo; es decir, de acuerdo con las doctrinas filosóficas y religiosas que la practican, es el ahondar en el yo y llegar a disolverlo en la verdad del ser”.
Pero la iluminación no es una creencia. Es, en todo caso, una experiencia. Solo es una creencia para quién no la ha vivido todavía. La experiencia mística ha estado presente en todas las religiones, culturas y tradiciones a lo largo de distintas épocas de la historia humana: desde las civilizaciones más sofisticadas, que imponían sus valores a los demás, hasta los pueblos originarios que vivían en clanes o tribus sin aparatos institucionales que los sostuvieran o limitaran.
Los días siguientes permanecí en un estado de buen humor, despreocupación y ligereza, como cuando era niña. Así transcurrieron varias semanas, quizás incluso un par de meses.
Ese período vino también acompañado del desarrollo de un mejor criterio para discernir. Comencé a percatarme de detalles que antes pasaban inadvertidos a mi observación, y considero que mis opiniones maduraron respecto a diversos temas. Ya no me dejaba arrastrar por discursos basados en la autocomplacencia, el ataque personal o la generalización burda. Fue un proceso de cambio de perspectiva, de ampliación de mi visión del mundo. Dejé de repetir las ideas de otros únicamente porque provenían de figuras de autoridad y empecé a formar mis propias convicciones.
Pero, como la cabra siempre tira al monte, la inercia de los hábitos terminó imponiéndose: la influencia del mismo entorno, la constante repetición de las mismas reacciones ante las mismas situaciones y la falta de una voluntad de cambio me condujeron, inevitablemente, al punto de partida: de regreso a mi yo de siempre. Y así de vuelta a la estupidez de costumbre.
Un ego patético, como el de los demás mortales; un ego incapaz de aceptar que aquí y ahora, sin hacer nada, ya todo es perfecto.
Así, como tantos otros, devení de la soberbia que otorga la sensación de privilegio al probar una experiencia inaccesible para la mayoría, a la decepción y frustración de ser incapaz de recuperar y sostener aquel estado de gracia en lo cotidiano. Porque, así como vino, se fue.
Quizá sea un buen momento para desmitificar las experiencias místicas y demostrar que pueden sucederle a cualquiera, en cualquier momento y sin siquiera proponérselo. Sin que eso, necesariamente, lo convierta en automático a uno, en un santo o un iluminado. Mientras a la vez hay tantas personas que dedican años de su vida a seguir disciplinas y métodos para alcanzar ese estado deseado. Hay quienes, en efecto, lo logran tras mucho esfuerzo; otras lo reciben de modo inesperado, cuando se relajan después de haberse exigido; y otras más no llegan a alcanzarlo nunca.
Si bien la intención sincera es el requisito primero cuando se actúa por decisión consciente, también lo son la rendición, la devoción y la apertura. Sin embargo, estas disposiciones del ánimo pueden ser especialmente difíciles porque, paradójicamente, son tan simples que escapa a nuestra imaginación conocida la sola posibilidad de aplicarlas. Exigen apartarse del medio, soltar el control, desmantelarse a sí mismo, entregarse y confiar. Y, para muchos de nosotros, esa idea de saltar al vacío sigue siendo lo más complicado que podamos concebir.
En algún lado leí que existen niveles o etapas en el proceso místico. No me corresponde elaborar una teoría académica al respecto, ni es mi propósito hacerlo. Creo, más bien, que más allá de cualquier intento de intelectualización de este misterio, la única vía auténtica hacia su conocimiento es, indudablemente, la experiencia misma.
Han pasado años desde entonces. Mis memorias pueden devolverme el eco de cuán indescriptible y hermosa fue aquella vivencia, pero no pueden concederme la gracia de revivirla, ni siquiera de recrearla con precisión. Qué más quisiera yo. Y sin embargo, su huella ha quedado grabada en mí para siempre.
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