No, no todo es político y tampoco tiene el deber de serlo

El otro día participé en los comentarios de un video de YouTube que afirmaba que toda novela de ficción es, en el fondo, política; es decir, que toda obra literaria debe ser funcional a una causa social. La autora del video, convencida frente a la cámara, sostenía que todo aspecto de la vida es esencialmente político y que no existe rincón alguno de la experiencia humana que no pueda ser colonizado por la lucha partidaria.

La idea me pareció monstruosa —y aún me lo parece—, así que, casi sin darme cuenta y movida por la indignación, pasé dos o tres horas tecleando con pasión y discutiendo. Antes solía enfrascarme más seguido en debates que no valen la pena, pero esta vez no estuvo tan mal: creo que logré hilar unas ideas medianamente provechosas, a pesar de que no soy una erudita en nada y tampoco pretendo serlo, pero aun así pensé que podría ser interesante compartirlas:

No, no todo es político. Todo puede politizarse, que es muy diferente.

¿Qué es la política, después de todo, sino la institucionalización y el control de las estructuras de poder del ser humano?

Las jerarquías de poder ya existían antes del invento de la política. Los hombres primitivos ejercían sus propias formas de dominio sin necesidad de institucionalidad ni de sistema legal alguno.

En este mismo momento, los animales también se organizan en estructuras y jerarquías de poder, donde hay dominación y sometimiento, pero también equidad y cooperación. Sin embargo, los animales no hacen política, evidentemente.

En la actualidad existe una obsesión por politizar toda relación humana en la que interviene el poder, porque, después de todo, la política no es más que la sofisticación del impulso humano por ejercerlo.

Sin embargo, no toda relación de poder entre las personas es sofisticada o compleja; muchas veces se reduce a simples pulsiones e impulsos básicos que no buscan trascendencia alguna y se agotan en sí mismos.

Me resulta desconcertante observar disertaciones sobre novelas románticas y eróticas en las que se intenta determinar si son lo suficientemente feministas o si deconstruyen adecuadamente la masculinidad. En reiteradas ocasiones, el juicio no guarda relación alguna con el contenido de la obra, sino con las declaraciones del autor que revelan su militancia política, o con los hallazgos inquietantes de su vida personal, que terminan siendo los elementos de mayor peso para emitir la sentencia final.

Así, ciertas lectoras “iluminadas” terminan argumentando con toda clase de acrobacias sofísticas para enmarcar la novela dentro de los límites morales del movimiento o, de lo contrario, repudiarla. Cuando, muchas veces, en la historia no hay nada. Nada: absolutamente nada de política.

Sencillamente, se trata de la plasmación escrita de la pura fantasía carnal y sentimental de mentes afiebradas. Forma parte de las pasiones humanas, que son significativas por sí mismas, al margen de lo elevadas o bajas que puedan parecer.

Es un secreto a voces que cierta ideología ha devorado a la academia de un modo tan descarado que se ha vuelto un gran problema señalado por propios y extraños del mundillo literario. Críticas de conocedores y aficionados se han difundido libremente por Internet; entre ellas, comparto la siguiente que considero muy acertada.


Según sus declaraciones, las humanidades, y particularmente la literatura como arte, enfrentan una profunda crisis que afecta su comprensión, apreciación estética y la difusión de su belleza. Y cuando un problema se origina en la cúpula académica, sus consecuencias repercuten en la gente común, impactando directamente en la vida cotidiana.

La preocupación radica en que, en muchas facultades, ya no se enseña Literatura, sino Sociología aplicada a textos literarios. Las obras han dejado de ser valoradas por sus virtudes intrínsecas —su estilo, su potencia simbólica, su alcance emocional o metafísico—. En su lugar, se evalúan por su utilidad como vehículo para fines ideológicos.

Si la obra resulta compatible con el programa político vigente, se la ensalza y se la divulga; pero si no sirve como material aprovechable para una causa específica, corre el riesgo de ser censurada o descartada. 

Por eso en la escala de valoración actual de la academia una obra contemporánea que obedezca a la moralidad moderna será superior a una clásica que sea inmoral por cometer el pecado de representar a la sociedad de su tiempo. Ya no importaría su calidad literaria, sus méritos estéticos o su capacidad de conmover y formar sensibilidad, sino las “luchas” que representen o defiendan. Esta es la conclusión a la que se ha llegado.

Se puede deducir, sin mayores miramientos, que la academia actual está altamente politizada a través de sus universidades. Este fenómeno no es una sorpresa ni es nuevo en la historia: durante siglos, fue la Iglesia quien custodió la educación, y desde esa posición, toda forma de conocimiento se subordinó dentro de los márgenes de la teología cristiana.

No es casual, por lo tanto, que los manuales universitarios hasta el siglo XIX tuvieran como fundamento que la realidad humana comenzaba y concluía en lo religioso, y que, por consiguiente, todo debía interpretarse a la luz de la fe. Como dignos productos de nuestro tiempo, hemos virado de la hegemonía del dogma teológico a que ahora se nos inculque que todo empieza y termina en la ideología política.

Tristemente, las humanidades todavía no logran liberarse del yugo institucional. Antiguamente estuvieron sometidas a la religión; ahora lo están a la política, el nuevo paradigma: una religión secular que, por consiguiente, reescribe los relatos históricos y culturales humanos bajo una única interpretación.

El problema ha trascendido el ámbito académico y ha impregnado el discurso público, infiltrándose incluso en la intimidad del individuo de manera casi patológica. La consigna “lo personal es político” se ha convertido en el emblema de esta invasión del sistema a la esfera privada.

Cuestiones que antes inquietaban a la gente —y que abarcaban desde la reflexión existencial hasta la psicología clínica— ya no se consideran asuntos personales, sino de interés público. Han dejado de ser, en primera instancia, competencia de filósofos o profesionales de la salud mental, para convertirse en la comidilla de partidos ansiosos por captar votos en la próxima elección.

Tanto la religión como la política se apropian del sentido moral de las personas y, mediante sus respectivos dogmas, manipulan la creación de relatos y la reinterpretación de la realidad en su favor. Da la impresión de que, para buena parte de la población, la política ha ocupado el puesto vacío que en otros tiempos perteneció a la religión y, desde ahí, invade la privacidad e impone nuevas reglas de comportamiento social.


¿Qué es la religión, después de todo, si no la institucionalización y el control de las inquietudes espirituales del ser humano? Afortunadamente, en los últimos tiempos hemos comprendido que la espiritualidad no necesita de instituciones, religiones, ni siquiera de intermediarios.

Además, una cosmovisión no tiene por qué ser esencialmente política; esa es una manera muy occidental de entender la vida y bastante reducida en sus perspectivas. Incluso podría alegarse —apelando a los criterios hoy en boga— que tal enfoque resulta discriminatorio frente a las cosmovisiones de otras civilizaciones humanas.

Como si nuestra configuración política o la constitución de nuestro Estado fuera el modelo superior con el que medir a los demás. Muchos han asumido la política como un absolutismo, y eso es una equivocación.

Existen pequeñas y aisladas tribus en lugares remotos —en medio de desiertos o selvas— que se organizan sin recurrir a sistemas electorales ni a jerarquías políticas formales. Se relacionan entre sí priorizando una cosmovisión fundamentada en diversas formas de espiritualidad y filosofía que, desde nuestra mirada occidental, solemos calificar despectivamente como superstición.

Estos pueblos también poseen relatos y sistemas de transmisión de conocimiento que podrían considerarse literatura oral, pero como no encajan en nuestras categorías políticas, son clasificados como sistemas inferiores, y por lo tanto considerados incivilizados; según nuestros parámetros.

No toda acción humana es política. ¿Cómo podría serlo? La risa espontánea de un niño, las lágrimas que brotan de pura felicidad o el sencillo placer de saborear un helado de lúcuma… ¿Con qué lógica podrían interpretarse como actos políticos? No tiene ningún sentido.

Así como algunos insisten en que toda actividad humana es, en esencia, política —lo cual supone un absolutismo absurdo—, también se podría alegar que toda acción humana guarda de fondo una intención esencialmente sexual. No estoy del todo segura, pero me parece que algo semejante planteaba el psicoanálisis.

Del mismo modo, podríamos presentar argumentos totalmente coherentes para afirmar que toda actividad humana es, en esencia, económica. ¿No es eso, en líneas generales, lo que insinúan tanto los “neoliberales” como los llamados “marxistas culturales”? E incluso podría apelarse a investigaciones prestigiosas para sostener que ni lo uno ni lo otro, sino que en verdad toda actividad humana es científica.

Pero esa sería una visión demasiado materialista, cuando sabemos que el ser humano es, ante todo, creativo y vive para expresarse. Si algo nos caracteriza como especie, es la capacidad de crear belleza. En definitiva, toda producción humana podría entenderse como una forma de arte.

O igualmente podría sostener que, en realidad, lo que nos diferencia de las demás especies es la comunicación efectiva, y entonces afirmar que toda realidad humana se reduce, en última instancia, al lenguaje; incluso la política no sería más que un código de signos entre tantos otros.

O, si no, podría remontarme a las bases del pensamiento y aseverar que toda actividad humana es, en esencia, filosófica. Y hasta podría forzar aún más los límites, llevando el debate al terreno de lo trascendental y concluir, de una vez por todas, que toda actividad humana es, en esencia, espiritual.

Así de fácil es, con la suficiente sagacidad, manipular un discurso para retratar la realidad a nuestro antojo. Al fin y al cabo, lo único que nos consta es que todo relato no es más que interpretación. Esto puede aplicarse tanto a las Neurociencias como a la Literatura, a la Mecánica Cuántica como al Arte. La riqueza está en la perspectiva y en las múltiples interpretaciones que revelan que la complejidad humana es multidimensional, no unidimensional.

Dado que todo depende de la lectura que queramos darle a la realidad, elijo libremente optar por un abanico de diversas interpretaciones y me niego a que se me imponga una sola versión de la historia. No se puede reducir el mundo inmenso de la Literatura a un discurso único: eso sería mutilar la racionalidad humana misma.


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