De la vez que el Coronavirus me quitó el olfato y luego lo recuperé

       

Fue recién un año y medio después de iniciado el brote del coronavirus que enfermé. Empecé a sospecharlo una mañana en que desperté con cierta congestión nasal y, al sentarme a desayunar, descubrí que no podía percibir el aroma del café; incluso mi pan con jamonada me supo desabrido, aunque al principio lo atribuí a que quizá estaba un poco rancio. Conforme avanzaron las horas y se manifestaron más síntomas, se hizo evidente que estaba muy enferma.

Pasé dos o tres días enteros padeciendo: estaba molida y me dolían todas las articulaciones y músculos como si hubiera regresado de correr una maratón; mi cuerpo me pesaba como plomo y la fiebre me abatía. De todos modos, cumplí con mis obligaciones y me dediqué mecánicamente a la confección de un pedido. No sé de dónde sacaba fuerzas: era como si la poca energía vital que me quedaba se aferrara a esa tarea anodina y repetitiva para asegurarse de mantenerme viva, como una débil llamita que se resiste a apagarse.

Estaba tan exhausta que apenas podía pensar; me sentía aplastada bajo un peso invisible, rendida, solo aguardando a que todo pasara. En cuanto terminé mi trabajo, me derrumbé en cama, prácticamente tumbada por esa extraña gripe. No fui al médico ni me sometí a ninguna prueba, pero era obvio que se trataba del famoso virus. Cuando logré restablecerme, todavía no había recobrado el olfato.

Sin embargo, aún alcanzaba a percibir algo. La zona al fondo de mis fosas nasales estaba invadida por una densidad espesa y molesta. No era solo el exceso de mucosidades: había también una impresión difícil de describir, como si las esponjosas paredes internas hubiesen quedado devastadas, semejantes a la vegetación arrasada de un bosque tras un incendio. Incluso después de que la congestión cedió, aquello persistía. Era como si el espacio donde antes se encontraban el olfato y el gusto ahora estuviera ocupado únicamente por esa desagradable sensación.

Me fui preocupando cada vez más, porque hacía años había aprendido —por simple curiosidad— el concepto de anosmia, y la sola posibilidad de que no se tratara de un estado transitorio sino permanente me llenaba de angustia. Me sorprendía a mí misma acercando la nariz hasta casi pegarla al pico de los frascos de perfume, e incluso al de la botella de alcohol medicinal, y me frustraba no ser capaz de aspirar ninguna fragancia. Era como una especie de sordera apabullante. Por tanta insistencia, lo único que llegaba a percibir era cierto ardor e irritación, porque, a fin de cuentas, eran líquidos abrasivos.

Recuerdo las idas al mercado, cuando pasaba junto a los puestos de fruta levantando apenas la cabeza y moviendo discretamente las aletas de la nariz, esforzándome por captar una mínima traza de aroma. Hacía lo mismo en las carnicerías, sobre todo en las pescaderías: me quedaba observando cómo destripaban y fileteaban los pescados con la esperanza de que mi olfato reaccionara aunque fuera un poquito, a pesar de que siempre me habían disgustado los olores marinos. Y aunque parezca insólito, hasta empecé a añorar las pestilencias de la basura y las del baño.

Pero la mayor tragedia cotidiana era tener que alimentarme sin poder disfrutar de los sabores. La hora de la comida se había convertido en un ejercicio monótono de masticar texturas y consistencias con sabores distorsionados y sosos. Se me quitó el apetito porque todo, por más delicioso que probablemente fuera, se me figuraba carente de sazón.

Daba lo mismo un plato de lomo saltado, tallarines rojos o pollo a la brasa: era como si antes hubiera tenido a mi disposición una paleta de millones de colores y, de pronto, esta se hubiera reducido a unos cuantos tonos apagados y básicos. 

Los guisos con cereales, carnes o menestras se me presentaban como cerros de pienso o forraje desabrido que debía engullir para que la máquina corporal siguiera funcionando y así continuar existiendo. Comer dejó de ser un placer para convertirse en un acto triste, en una tarea más y en una obligación inevitable.

Para desahogarme un poco no encontré mejor camino que quejarme y lamentarme en voz alta. La vida sin olor ni sabor no parecía tener sentido. Ya estaba camino a deprimirme de vuelta cuando, gradualmente, fui recuperando el olfato; supongo que a medida que sanaban las cavidades nasales y las células olfativas se regeneraban. Al principio percibía solo el aura de los olores más intensos, que volvían a ser identificables aunque con cierta distorsión. También experimenté aquel fenómeno llamado fantosmia, que consiste en alucinaciones olfativas: falsos olores “fantasma” que en realidad están ausentes en el ambiente.

Hasta que, de repente, el olfato regresó con una fuerza inesperada, con una potencia que no recordaba haber tenido antes. Una tarde, mientras caminaba por las calles despejadas de mi barrio, percibí a lo lejos el perfume afrutado que llevaba una mujer, casi a una cuadra de distancia. La fragancia me golpeó y me envolvió como una ola, como si su penetrante olor se infiltrara por los poros de mi piel.

Me invadió un cúmulo de sensaciones simultáneas que mi cerebro no alcanzaba a procesar ordenadamente. Por un lado, una percepción líquida, casi acuática, me inundaba los sentidos como si estuviera sumergida en una piscina de agua de colonia; por el otro, una sensación de temperatura más bien cálida me calaba, como si estuviera en medio de la nube de vapor que emanaba una infusión aromática. Incluso llegaba a evocar el sabor de los componentes de aquella fragancia en mi paladar. Podía distinguir sin dificultad la canela, la naranja, la vainilla y alguna flor cuyo nombre desconozco: quizás jazmín, azahar u orquídea, no lo sé. Lamentablemente, no soy perfumista ni florista, así que carezco del catálogo necesario para nombrar con precisión a los demás elementos.

Tampoco estoy segura de si esa peculiar vivencia podría considerarse algún tipo de sinestesia o si más bien se trataba de hipersensibilidad o hiperosmia, lo más probable, siendo una condición frecuente como secuela del coronavirus. Durante un par de meses pude oler de modo extraordinario todo lo que me rodeaba: lo que cocinaban los vecinos en sus casas, la fragancia de los árboles y flores en los parques, e incluso los malos olores de la calle desde grandes distancias. Tanto así que a veces me sentía dentro de la novela El perfume de Patrick Süskind —una de mis favoritas—, como si de pronto me hubieran traspasado una fracción de los poderes de su protagonista, Grenouille.

Tuve mucha suerte, porque la hiperosmia de otras personas suele ser mucho más acentuada y los olores exagerados les provocan fuertes migrañas y náuseas, haciéndoles la vida insoportable. A mí no me ocurrió eso: más bien sentía que, sin buscarlo, se me había otorgado un don para apreciar la belleza y diversidad de un mundo que antes creía conocido pero que ahora se me desplegaba como si fuera nuevo y fascinante otra vez. Pero también, de modo inesperado, un don para rastrear y husmear la cotidianidad e intimidad de la ciudad y sus habitantes.

Con el paso de las semanas todo fue regresando a la normalidad, y el talento se esfumó. Pero da lo mismo: sigo profundamente agradecida de haber recuperado el olfato. Tal vez sea el sentido más subestimado por la mayoría y, sin embargo, es tan maravilloso como imprescindible.



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