La chica de la bufanda gris

La poesía a la chica de bufanda gris o a al máximo extremo al que puede llegar la atracción estética y sensual de una veinteañera asexual 


La chica de la bufanda gris, esa mañana...

Unos minutos antes de las ocho de la mañana había dejado de lloviznar y las calles del Cercado de Lima estaban empapadas, cuando su aparición fugaz, contundente y celestial irrumpió en mi rutina. Su presencia se inmortalizaría para siempre al doblar una esquina. Sí, mi corazón ya lo había presentido.

Allí estaba ella paseando entre los edificios neoclásicos del Centro Histórico, cruzando el paso de cebra, yendo en dirección opuesta a mí o hubiera sido mucho mejor y gratificante decir que a mi encuentro.

Entonces verdaderamente empezó la eclosión lírica de mi pensamiento:

Era una ninfa del bosque de concreto caminando a paso decidido, su cualidad etérea la hacía casi levitar sobre la acera, un ángel que había descendido desde el precioso cielo gris. Tan fabulosa  era que parecía hecha de otra sustancia diferente a la del resto de simples mortales.

Cada rasgo, cada aspecto de su encantadora persona, cada pequeño detalle suyo consolidaba esa creencia: tez pálida de porcelana, cabello castaño oscuro sacudido por el viento matutino. Se veía tan agresiva, apresurada, con el tiempo apremiándole, sus ojos color chocolate echaban fuego y derretían ese invierno mediocre que daba lástima. Su bufanda gris alrededor del cuello le daba un toque distinguido, sería su sello inconfundible en mi memoria junto con otro mucho más importante… Su suéter desabotonado, en su descuido dejaba ver una blusa blanca impecable, pero arrugada. Su falda a cuadros de colegiala era algo corta y dejaba al descubierto unas piernas largas y delgadas. Unas medias azules abrigaban sus delicadas pantorrillas y sobre todo dejaban a la vista de los espectadores transeúntes unas rodillas inesperadamente hermosas. Rodillas sonrosadas y flexibles, ni huesudas ni carnosas, perfectas tanto como pueden ser.

Entonces por un instante un pensamiento demente se me cruzó por la cabeza. Las visiones que tuve me bulleron en la mente como huéspedes desaforados. Confieso que me hubiera arrodillado a los pies de la chica de la bufanda gris allí mismo ensuciando mis propias rodillas viles con el barro de la vereda. Ella merecía toda la adoración. Me hubiera abrazado a sus piernas para murmurar palabras dulces e incoherentes. Sí, es cierto, soy culpable.

Querida desconocida mía, te besaría las rodillas. Que nuestros caminos volviesen a cruzarse…  ¿El destino lo permitiría?

Luego de este extraña confesión debo aclarar que jamás he tenido ningún fetiche extraño con las rodillas de nadie más. Las rodillas siempre habían pasado completamente desapercibidas para mí. Ya he visto muchas sin pena ni gloria y salvo esa única vez nunca me causaron tal impacto. Es que estas eran tan maravillosas que era imposible no fijarse en ellas cuando a todas luces desplegaban belleza pura.

Dios mío, qué locura. Y eso fue lo que me sucedió hace un par de años cuando iba camino a estudiar.

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