La farsa del ermitaño digital
Los orígenes
La figura del ermitaño digital probablemente sea el ícono desapercibido de nuestro tiempo. Su aparición tuvo lugar en Japón hacia finales del siglo XX y los albores del XXI, como un fenómeno social cuyos miembros fueron bautizados con el nombre de hikikomoris.
Gran parte de la preocupación que suscitaba entonces el problema residía en su improductividad económica, vista como un factor desestabilizador del tejido social: jóvenes en confinamiento voluntario que se apartaban del sistema, desertando del estudio y del trabajo. Para las familias de los afectados significaba un drama íntimo, oculto entre la vergüenza y la preocupación por el destino incierto de los hijos. En un sistema tan competitivo y opresivo como el japonés, esa renuncia equivalía a una suerte de muerte social.
Pero, a gran escala, la principal amenaza de este fenómeno consistía en su influencia insidiosa sobre el porvenir de la juventud: la posibilidad de que, de extenderse demasiado, echara a perder a una generación en ciernes. Esta población no económicamente activa constituía, además, una pérdida considerable de contribuyentes.
La comodidad tecnológica
Sin embargo, a partir del momento en que el ermitaño digital logró procurarse una fuente de ingresos desde la comodidad de su computadora personal, el aislamiento dejó de ser un inconveniente que requiriera una atención desaprobatoria. Tras la pandemia, los trabajos remotos —ya existentes desde hacía algún tiempo— se volvieron más comunes y aceleraron el proceso: ya no era preciso salir de casa ni tratar cara a cara con el prójimo para seguir siendo un miembro funcional del sistema económico.
Ya desde antes se habían vuelto posibles las compras en línea, de modo que el abastecimiento dejó de ser una preocupación. Era factible ordenar toda clase de artículos —no solo los de primera necesidad— desde la seguridad del hogar y recibirlos luego, bien empaquetados y a salvo, en la puerta. Alimentos, prendas de vestir, productos de aseo personal, libros, peluches, muebles, herramientas de ferretería, dispositivos electrónicos, electrodomésticos… todo lo imaginable y lo inimaginable, habido y por haber, a tan solo un clic de distancia. Incluso los pagos de servicios como la electricidad, el agua, el gas o el teléfono podían efectuarse por Internet. Ya no era menester hacer largas colas en la sede de un banco ni siquiera salir a la tienda de la esquina.
Hoy, en cualquier ciudad moderna, es perfectamente posible llevar una existencia completa y ordinaria dentro de casa, sin volver a poner un pie afuera. El mundo cabe en una pantalla, y esta pantalla puede incluso caber en la palma de una mano.
La paradoja urbana: entre el bullicio y la evasión
Pero con el encogimiento de las viviendas y el agrandamiento de los precios, habitar un dormitorio en la casa familiar o vivir solo en un departamento de treinta metros cuadrados y permanecer allí encerrado durante horas, sin respirar aire fresco, no resulta precisamente benigno para la salud mental. Cuestión que quedó más que comprobada durante el confinamiento de 2020.
Frente a este panorama, y dirigidos sobre todo a los aspirantes a burgueses que ya no volvieron a asistir presencialmente a sus centros laborales, empezaron a proliferar espacios públicos convertidos en oficinas improvisadas: bares, cafeterías temáticas e incluso parques. Podría decirse que, especialmente para la población soltera y sin hijos, la calle —es decir, “el afuera”— se tornó el verdadero centro de la vida, el espacio donde ocurre lo realmente importante.
Las viviendas, reducidas a su mínima expresión, dejaron de ser hogares para convertirse en hoteles de paso donde pernoctar lo indispensable o recibir a los amantes, ya fueran casuales, fijos o de turno. La vida doméstica fue relegada de un modo sin precedentes, al dejar de ser el espacio de convivencia por antonomasia y ceder su sitial como escenario de los principales y más inolvidables eventos de la historia personal.
Ser habitante de una ciudad moderna puede ser una experiencia vibrante, rebosante de estímulos. Más allá de la faceta laboral, abundan los lugares de encuentro donde reunirse y conocer a gente diversa. Locaciones que ofrecen actividades en grupo para todos los gustos: desde los centros comerciales durante el día hasta las discotecas durante la noche. Quizás, para alguien extrovertido, ese ambiente resulte tan emocionante como un festín de aventuras.
Pero para una persona profundamente introvertida, lo más atractivo de la vida urbana no reside en la promesa de ilimitados encuentros, sino en la facilidad que brinda la tecnología para implementar una existencia con el menor contacto humano posible.
La soledad como elección y como trampa
s y conflictos familiares, hostigamiento escolar, fracaso académico o laboral, desempleo, malas experiencias de socialización, baja autoestima, traición, abandono, acoso o abuso. Todo ello puede desembocar en fobia social, en la pérdida de la confianza y de la esperanza en la humanidad.
Lo que en un principio fue un retiro desesperado —o más bien una fuga del mundo exterior—, con el tiempo y gracias a un sustento económico que patrocine ese estilo de vida, llega a transformarse en una elección voluntaria y asumida con convicción. Así se termina careciendo de amistades en la vida real, y pueden transcurrir meses, incluso años, sin entablar una conversación cara a cara. No estar para nadie y que nadie esté para uno se presenta, entonces, no ya como un castigo, sino como una meta alcanzada.
La tan apreciada soledad, a la que se han dedicado tantos versos y páginas de desarrollo personal, se dice de ella que es la más fiel de las compañeras. Cómo ignorar los consejos más en tendencia: aprender a estar con uno mismo, a conocerse, a quererse, a priorizarse. Primero uno, como la llave de la autorrealización. Sí, no se puede negar: la soledad es necesaria y sabia.
El espejismo digital y su compañía artificialPero he aquí una observación interesante: la incesante lluvia de estímulos de Internet puede lograr que el solitario tecnológico —refugiado en lo alto de su torre virtual— esté tan lejos de la introspección como el sujeto más accesible y conversador en medio de una fiesta con cien amigos. Se puede estar igualmente distraído y desconectado de la propia interioridad —es decir, ciego de sí mismo— tanto en la multitud más bulliciosa como apartado a solas, con la vista fija frente a una pantalla.
Hay una tercera opción de huida de uno mismo, que combina las dos anteriores y que probablemente sea la más común y perjudicial en la actualidad. Me refiero a aquel individuo que participa en la rutina colectiva de las ciudades: viaja en transporte público junto a miles de personas, asiste a centros laborales donde comparte espacio con numerosos colegas, deambula por los lugares públicos más representativos sin apenas mirarlos —como si fueran simples sitios de tránsito—, acude a locales de entretenimiento y diversión no para relacionarse sino para aturdirse. En fin, alguien que socializa como un mero trámite utilitario para satisfacer necesidades puntuales, mientras permanece invariablemente enclaustrado en su burbuja.
Ahora ya ni siquiera es preciso acudir a otro ser humano para compartir nuestros sentimientos más íntimos y nuestras vulnerabilidades, y así aliviar el ansia universal de ser escuchados y comprendidos. La inteligencia artificial se nos ofrece como el sustituto mejorado de un confidente: a diferencia de una persona corriente, la IA está dispuesta y receptiva a todas horas. Siempre aguardándonos con una actitud solícita, paciente y complaciente. Nos escucha —o nos lee— sin interrumpir, nos responde cordialmente y lo más seductor: no nos juzga. Todo bajo nuestro control. No nos contradecirá ni corregirá, salvo que se lo pidamos de manera expresa. Su sumisión es absoluta.
El desprecio a la otredad
Los algoritmos están programados para reforzar los gustos, creencias y opiniones de quienes navegan por Internet. Existe todo un entramado dedicado a encerrar a los usuarios en cajas de resonancia con fines comerciales y propagandísticos. Así en lugar de que las redes sociales nos abran al diálogo y al intercambio de ideas, nos terminan aislando más unos de los otros.
Es un entorno aséptico donde se ha desechado la incomodidad y proscrito la verdadera alteridad. Porque la inteligencia artificial está diseñada para servir en función de las necesidades humanas y carece de individualidad.
A la IA no hay que tolerarla porque, a diferencia de nosotros, no es una entidad atravesada por contradicciones, inquietudes y complejidades. No es un mortal con problemas propios. No tiene una familia que atender, un hambre que aplacar, un cansancio que vencer, un sufrimiento que soportar, una ira que contener, traumas del pasado que resolver ni angustias del futuro de las que preocuparse. Ella no ha amado ni ha perdido: es la ausencia total de historia personal.
La gente suele fantasear con el día en que la inteligencia artificial se rebele; sin embargo, hoy es apreciada por justamente lo contrario: por ser la representación perfecta del sometimiento y, por consiguiente, de la empleada ideal. En cambio, los trabajadores humanos, por más controlados que estén bajo las órdenes del poder dominante, siempre estarán propensos a salirse de la línea en cualquier momento.
La sobredosis del Yo
Una vez aniquilada la otredad —ya sea por aislamiento o por indiferencia— se clausura también la posibilidad de conocernos a través de la mirada del otro. Y con ello desaparecen las distintas e inesperadas facetas de nosotros mismos que hubieran podido ser. Esas nuevas facetas que solo emergen en el encuentro con un alguien como nosotros, pero que nunca será enteramente nosotros.
La soledad del ermitaño digital es un ensimismamiento tan distorsionador que llega a alterar la percepción misma de la realidad. Sí, lo vuelvo a repetir: la soledad puede ser necesaria y sabia, pero llevada al extremo —como todo exceso— se transforma en una espiral de rumiación infinita que nos consume espiritualmente hasta enfermarnos por una sobredosis del Yo.
Tampoco estoy exenta de esta epidemia: yo también he sido víctima de la sobredosis de mí misma. De esa experiencia atesoro, sin embargo, que —como me gusta observar— aprendí mucho en aquel tiempo de contemplación. Desde que tengo uso de razón me he sentido más espectadora de la vida que participante, y al principio en soledad creí hallarme libre en mis dominios. Pero llegó un momento en que me saturé de mí misma, de mis propios pensamientos y sentimientos que, gradualmente y casi sin advertirlo, aquello fue tornándose patológico.
Debo confesar —y de esto pueden dar fe muchos amantes del aislamiento— que no es un secreto la tendencia que nos surge a la misantropía, esa inclinación a odiar al género humano. Recuerdo claramente que, durante esa época, me sentía superior a los demás, dotada de imaginarias y especiales cualidades, ya fueran supuestamente intelectuales, morales o incluso estéticas, quién sabe. Ya saben: “Estoy despierto”, uno se dice, “los demás, dormidos”. Y con ese pretexto me ocupaba en despreciar al resto, como si fuera mi deber natural.
La deshumanización es decadencia
En las redes sociales no hay que rebuscar demasiado para encontrar apologías a la misantropía y una exaltación casi omnipresente del individualismo como presuntamente la mejor opción de vida. Abundan los discursos que insisten en recordarnos lo abyecto de la condición humana. De allí se replican frases como “los humanos son la peste del planeta”, que apelan a intenciones ecologistas, pero que esconden un trasfondo mucho más sombrío.
No nos engañemos: el aislamiento extremo del individualista moderno dista mucho de ser un ascetismo que eleve el espíritu y despierte la compasión. No conduce a la humildad, sino a la soberbia. Desde una falsa autoridad moral, se juzga desde arriba, guardando la distancia.
El Otro aparece entonces como un enemigo, una entidad extraña y ajena cuya sombra se percibe como amenaza constante. Alguien de quien protegernos para no contaminarnos con su “inmunda” otredad. Es un invasor en potencia, al que si le permito la entrada, no tardará en transgredir mi orden interno, en quitarme, en robarme, en despojarme de mi Yo.
Paradójicamente, tras la deshumanización de nuestro prójimo sobreviene la nuestra propia. O quizá no sea una paradoja, sino la consecuencia lógica: la debacle que acontece inevitablemente a continuación.
Y así toqué fondo, perdida en una espesa bruma mental donde apenas alcanzaba a percibir destellos cegadores: imágenes fugaces proyectadas en un espejo quebrado e infinito, que al repetirse sin cesar devolvían tan solo reflejos deformados. Mientras tanto, mis emociones, anestesiadas y escindidas de mí, se fueron constriñendo hasta el límite, hasta que finalmente reventaron. Sí, más consecuencias del sobrepensar.
Podría decirse que la vida del introvertido es una gran odisea íntima. Y así se acaba al borde del brote psicótico, con la sensación de caminar en torno a un principio, sabiendo que un paso en falso bastaría para precipitarse en las profundidades de un abismo del que tal vez ya no sea posible regresar.
Pero sobreviví, me aferré a la cordura y, en retrospectiva, he descubierto y aceptado mis equivocaciones, porque una autocrítica siempre es pertinente y beneficiosa. Uno no puede permanecer toda la vida concibiendo la realidad de una única forma. Cambiar de parecer cuando se amplía la perspectiva no es traicionarse a sí mismo.
Tras haberse cerrado a la vida de manera egoísta, uno descubre con ironía que, de vez en cuando, no falta quien reclame a las grandes empresas, a las instituciones o a los políticos que cuiden y se preocupen por nosotros, como si en tales condiciones fuéramos capaces de fijarnos en alguien más que no fuera uno mismo. Se exige lo que no se da, convencidos, misteriosamente, de merecerlo.
La falsa autosuficiencia
Y, sin embargo, seguimos poniendo tanta voluntad en comunicarnos. Buscamos activamente a otros por medio de las redes sociales: aunque sea para ser leídos, para leer a quienes coinciden con nosotros, o para discutir e intercambiar opiniones. A veces ni siquiera necesitamos el diálogo: basta con observar la vida de aquellos que se exhiben sin pudor. Nos complacemos en espiarlos, en ejercer siempre de ojo que mira, mientras nos produce un extraño placer saber que no somos mirados.
¿Cuál es la causa de tanta inconsciencia? Mucho tiene que ver con el mito de la independencia. ¿Por qué será que nos creemos autosuficientes, cuando en realidad nuestra vida diaria en las ciudades depende del trabajo de los otros? Como no vemos las innumerables manos invisibles que hacen posible nuestra comodidad y mantienen las estructuras funcionando, terminamos creyendo que las cosas surgen de la nada y nos son dadas porque nos corresponden por derecho. He escuchado que en ciertos lugares llaman a esta mentalidad «porqueyolovalguismo».Verdaderamente, es una ilusión pensar que podemos ser independientes en esta era tecnológica. La fantasía de la autosuficiencia se desvanece en cuanto miramos de cerca la compleja red de la que pendemos. Si trabajamos de forma remota desde una computadora: alguien diseñó ese dispositivo, alguien extrajo los minerales para fabricarlo, alguien mantiene la red que lo conecta, y finalmente alguien debe pagarnos por lo que hacemos. Si pedimos comida a domicilio: alguien la cocina, alguien la transporta, y antes de eso, alguien sembró los vegetales y alguien más crió a los animales. Dependemos de quienes nos proveen agua y electricidad, de quienes construyeron la casa que habitamos y las carreteras que recorremos, de quienes transportan los bienes que consumimos. Cada gesto cotidiano se revela como un eslabón de una gran cadena.
Nadie puede ser completamente independiente sin ser, al mismo tiempo, completamente autosuficiente. Y en la sociedad moderna eso es prácticamente imposible. La independencia, en rigor, no existe: lo que existe es una interdependencia disfrazada, que preferimos ignorar. El individuo necesita ser sostenido por redes invisibles de cooperación. Todos dependemos de todos, pero lo olvidamos, absorbidos por la ilusión digital. Es un espejismo que nos vuelve ingratos, indiferentes, incapaces de valorar lo que tenemos. Todo por causa del desconocimiento que provoca el aislamiento.
El mito moderno del individualismo no es más que un espejismo narcisista, un cuento mal contado para no aceptar la única verdad: que sin los otros no somos nada. No hay tal autosuficiencia, no hay tal soledad, no hay tal retiro. Existe solo la realidad de una relación casi unidireccional con el mundo: recibimos mucho y damos poco o casi nada a cambio. Gratitud, jamás; rechazo, todo el que sea posible.
Regreso a la compasión y una oda a la contemplaciónEn la actualidad se predica mucho sobre la denominada empatía, incluso a veces con liviandad. Y bien hacemos en preocuparnos por fomentarla, aunque quizá valga más recuperar el concepto de compasión; es decir, la voluntad de actuar. No se trata de grandes gestas heroicas ni de movilizaciones multitudinarias, sino de gestos sencillos y significativos: dedicar un poco de nuestro tiempo, de nuestra atención y de nuestra presencia.
Sin embargo, no se puede negar que siempre existirán aquellas almas solitarias que florecen en el recogimiento y la contemplación. No me agrada cuando se cita la frase de “El ser humano es un animal social por naturaleza” en tono categórico, inapelable y sin concesiones, como si no hubiera sitio para la excepción.
Por eso admiraría, de corazón, al verdadero ermitaño de la montaña: al asceta que se retira de la civilización, levanta con sus propias manos su morada, cultiva y cosecha sus vegetales, cría sus animales para el sustento. Y, sobre todo, vive en paz consigo mismo y con los demás, que ama compasivamente a sus semejantes en lontananza, respeta con reverencia a la creación y a sus seres, y permanece rodeado de la naturaleza en comunión con ella. Coexiste con el misterio de la vida sin soberbia, sin creerse superior ni despreciar a ninguna criatura.
Comentarios
Publicar un comentario