Elogio del apetito

Transcripción de un artículo de la revista Selecciones del Reader’s Digest fechada en septiembre de 1976.

Por Laurie Lee

El placer de desear es más intenso que el de poseer, como dijo el poeta.


Entre los goces más intensos que experimentamos en la vida está el apetito, y conservarlo debería ser una de nuestras tareas principales. Es lo que da su intensidad a la vida; nos indica que todavía sentimos curiosidad de existir, que aún disfrutamos de nuestros anhelos y deseamos hincar el diente en el mundo y gustar de sus múltiples zumos y sabores.

Desde luego, al decir apetito no me refiero solamente al ansía de comer, sino a cualquier sentimiento de insatisfacción de algún deseo; a los hervores con que la sangre nos indica que aún no hemos agotado la vida. Óscar Wilde compadecía a quienes no habían realizado su mayor anhelo, pero le parecían más dignos de lástima los satisfechos.

Recuerdo haber aprendido hace ya mucho tiempo, de niño, cuando escaseaban banquetes y regocijos, que el colmo de la dicha no está en comerse un bombón, sino en contemplarlo antes de echárselo a la boca. Cierto que el primer mordisco resulta delicioso, pero una vez consumida la golosina, nada nos queda ya. Además, el acto tan poco poético de comérselo disminuye imperceptiblemente la dulzura del bombón. No: la mejor parte de una golosina estriba en desearla, en sentarse y mirarla. Con ello se degusta un rico tesoro de sabores.

Así pues, uno de los mayores goces del apetito sigue siendo, en mi opinión, el deseo y no el disfrute; el apetecer un melocotón o una copa de licor, una sensación especial, un sonido determinado o la compañía de cierto amigo, pues en tales circunstancias el objeto de nuestra apetencia se halla siempre en estado de absoluta e inmaculada perfección. Por eso yo, con tal de conservar el apetito, llegaría al extremo de ayunar voluntariamente; el apetito es demasiado valioso para perderlo, demasiado inestimable para que embotemos su sensibilidad saciándolo con exceso.

Por eso, realmente, no me interesa hacer tres comidas fuertes al día: lo que apetezco es disfrutar (cada cuatro días por ejemplo) de un banquete opíparo y una mesa rebosante de manjares, y no saber luego de dónde ni cuándo me llegará otra comida. Un día de ayuno no es para mí el simple puritanismo de negarme un placer, sino más bien una forma de gozar por anticipado de la ocasión, más rara, de cometer una gula insigne.

Me parece que deberíamos renunciar metódicamente a algunos placeres (el alimento, las amistades, las amantes) para defender su intensidad y retrasar el momento de satisfacerlos de nuevo. Quizá una parte del fastidio de la vida moderna esté en que se nos sustenta y se nos entretiene con excesiva puntualidad. Hubo un tiempo en que los seres humanos estábamos separados de la familia y de la comida por el hambre, y así aprendimos a apreciar el valor de ambas.

Los varones iban de caza, y con ellos los perros. La cueva se quedaba sin hombres durante días enteros. Las mujeres se estaban acuclilladas junto a la hoguera, sufriendo en los ojos el picor del humo; los chiquillos gritaban; y todos pasaban hambre. Una buena noche, por fin, llegaban del monte los gritos de los cazadores y los ladridos de los perros, y con ellos la provisión de carne. La reunión era magnífica, y todo el mundo se hartaba hasta perder el seso; la comida, tanto tiempo esperada, resultaba un festín memorable y una celebración de la vida poco menos que sagrada.

La sobreabundancia (sea de música, de diversión o de tiempo pasado con los amigos) origina una especie de impotencia vital en forma de incapacidad de oír, gustar, mirar, amar o recordar. La vida es breve y preciosa; el apetito, uno de sus custodios; la saciedad, algo así como la muerte. Por tanto, si hemos de gozar de esta fugaz existencia, respetemos el carácter divino del apetito y mantengámoslo vivo sin permitir que se embote.


Ha transcurrido mucho tiempo desde la última vez que saboreé ese instante de hondo placer que conocemos al llevarnos a los labios resecos un vaso de agua fría. Pero los manantiales siguen allí; sólo nos falta la sed original.



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Laurie Lee, poeta inglés, ha escrito también algunas obras en prosa, como As I walked Out One Midsummer MorningCider With Rosie y A Rose for Winter.

CONDENSADO DE “I CAN’T STAY LONG”. © 1975 POR LAURIE LEE. PUBLICADO A 6.95 DÓLARES POR ATHENEUM PUBLISHERS, 122 E. 42 ST., NUEVA YORK.

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